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La generación ansiosa: todo lo que estamos haciendo mal con las redes sociales y los adolescentes

la generación ansiosa

Acabo de terminar de leer La generación ansiosa, de Jonathan Haidt, reputado psicólogo social y autor del best seller La mente de los justos. La primera sensación que queda es que hemos metido la pata hasta el fondo y que sacarla va a requerir mucho esfuerzo. Aunque, tras el pánico inicial, podemos reconfortarnos pensando que cada uno hace lo que puede en la crianza de sus hijos y que intentar criar a un niño, con los ritmos que nos impone la vida y sin recurrir a la ayuda de las pantallas, es algo casi heroico. Debe movernos la voluntad de mejorar en nuestras decisiones, porque, si algo te da la crianza, son oportunidades de mejorar tras haber fallado en algo. Fallar es, sin duda, la actividad que más veces realiza un padre. Mucho más que cambiar pañales.

Haidt aporta un concienzudo análisis científico para defender la idea de que estamos sufriendo una epidemia de salud mental a nivel mundial, que afecta de manera especial a los adolescentes. Son muchos los indicadores en los que se sustenta esta afirmación, desde el número de suicidios o autolesiones hasta los ingresos por brotes psicóticos. Los niveles de ansiedad están disparados desde aproximadamente 2012-2013, cuando se produce lo que denomina “la gran reconfiguración”. La aparición de los smartphones y la ubicuidad de internet han hecho que nuestros niños pasen de una infancia basada en el juego a una basada en el teléfono, abandonando las actividades en persona, de juego libre y no intervenido por adultos, con las que solían construir sus habilidades sociales.

Al mismo tiempo, se ha transformado la percepción sobre la seguridad de los espacios públicos y la conveniencia de que los niños puedan realizar actividades en solitario. La edad a la que dejamos a nuestros hijos salir solos a la calle se retrasa, sin que haya indicadores de que vivamos en una sociedad más peligrosa. Si un niño de 10 años fuese solo a la escuela en una gran ciudad, la mayoría de padres y profesores daría la señal de alarma. Esto no siempre ha sido así, y quizás está relacionado con la propia percepción que los padres tenemos sobre lo que significa cuidar a un niño. Pensamos que tenerlos más controlados nos convierte en mejores padres, cuando lo ideal sería permitirles crecer, construyendo para ellos el entorno más propicio posible.

Esta paradoja —que sobreprotejamos a nuestros hijos en el mundo real, impidiéndoles desarrollar sus sistemas antifrágiles, y que, al mismo tiempo, los abandonemos a su suerte en internet, sin apenas control sobre el contenido y las aplicaciones a las que acceden— es, según Haidt, la causa de los elevados niveles de ansiedad de nuestros jóvenes. Los hemos desprovisto de las herramientas con las que construían su identidad y gran parte de su personalidad. Los hemos sacado de los parques y las plazas en las que jugaban sin que ningún adulto los controlara, asumiendo sus propias decisiones. A cambio, les ofrecemos un entorno digital construido con vínculos débiles en constante cambio, donde los valores fluctúan con cada scroll.

Pero Haidt no solo analiza, sino que también propone soluciones. Él mismo es activista de la organización Let Grow, que trabaja para cambiar leyes y costumbres en EE. UU. que permitan criar a los niños con un mayor grado de independencia. En cuanto a revertir la situación actual del acceso a móviles y redes sociales por parte de la infancia y la adolescencia, propone cuatro acciones claras:

Nada de smartphones antes de los 14 años.

Nada de redes sociales antes de los 16 años.

Nada de teléfonos móviles en los colegios.

Más independencia, juego libre y responsabilidad en el mundo real.

Varias de estas medidas requieren no solo un esfuerzo individual, sino también aunar voluntades con otros padres y crear una tribu con la que afrontar juntos el reto de frenar una tendencia que parece imparable. Parece una ley grabada a fuego que a los 12 años les demos el móvil a nuestros hijos y que eso conlleve el inicio en las redes sociales. Sin embargo, en los dos últimos años algo empieza a removerse en la conciencia social respecto a este tema. Nadie tiene que ser un héroe, y menos a costa de convertir a su hijo en un paria social, pero es de esperar un mayor grado de conciencia al respecto por parte de los padres.

Para finalizar el libro, Haidt hace una llamada a la acción para que retomemos cierto control sobre la tecnología: para que reclamemos el derecho a no estar permanentemente conectados y logremos colegios e institutos libres de teléfonos móviles, que absorben la atención de nuestros hijos; para que busquemos a otros padres con los que compartir nuestra preocupación y podamos retrasar la edad de entrega del dispositivo móvil; para que exijamos a nuestros gobiernos regulaciones estrictas sobre toda aquella tecnología que ponga en riesgo nuestra salud mental y nuestros valores morales.

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